Qué maravillosa edad la de los cinco años en la que el niño ya tiene los resortes verbales para expresarse, pero su pensamiento sigue anclado a lo fantástico. Coincido en el ascensor con un chino diminuto vestido de Superman, un Superman barrigudo y tremendamente serio, consciente, imagino, de la misión a la que obedece: salvar al mundo contra el Mal. Le digo: "Hola, Superman", y me contesta con cierta molestia interior por tener que dar explicaciones para él evidentes: "Soy Spiderman, pero me han vestido de Superman". Y sale del ascensor melancólico, pesaroso por el gran malentendido: mientras todo el mundo cree que va a echar a volar, lo suyo es trepar por las paredes. Cuando esta tierna criatura crezca sabrá que si hay algo que no engaña es la forma en que nos presentamos a los demás. Freud puso el acento en los actos fallidos, esos actos involuntarios que nos delatan, pero esa infalibilidad de la interpretación de los actos es algo que está superado, se sabe que muchas veces nuestros errores responden a despistes, sin más. Sin embargo, hay algo que nos delata cuando somos adultos: la estética, y no se trata exactamente de la ropa elegida, sino de cómo se lleva, del aire que le damos, la elegancia natural, nuestro inconsciente deseo de provocar amistad o rechazo. La estética nos delata, más que las palabras, más que lo que decimos que somos, más que una declaración de buenas intenciones. Por descontado que la justicia no puede juzgar a nadie por su manera de presentarse ante un juzgado, pero nosotros, los ciudadanos, sí que tenemos derecho a juzgar la apariencia. Veo en la tele a dos mujeres de ese nuevo grupo, Aukera Guztiak, diciendo algo así como que "nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos", y aunque mis oídos escuchan esa declaración de inocencia, lo que me dice la vista es que a esos personajes ya los he visto antes, se llamaban de otra manera, sí, pero vestían igual, hablaban igual, tenían la misma prepotencia, mostraban ese desprecio por la apariencia agradable. El pelo corto, la coletilla, la falta de sensualidad, de empatía, como si fueran miembros de una extraña secta. Sólo a un niño vestido de Superman se le puede tolerar que diga que es Spiderman, pero en esto de la cosa vasca, por Dios, ya somos todos muy mayores. |
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